...lo cual equivale a referirse enteramente al siglo XX. En efecto, a pesar de que la música existía en nuestro territorio como parte del acervo cultural de sus originales habitantes, y desde la llegada misma de los españoles había comenzado un rico proceso de mestizaje sonoro que se intensificó durante el período de las misiones jesuíticas, la colonia y los años de la emancipación nacional, recién con la generación del ´80 aparecen las primeras manifestaciones profesionales del arte de la composición. Y aquí conviene señalar que cuando hablamos de “música clásica” no nos referimos a un período histórico sino más bien a un género: la música de cámara y sinfónica, escrita para los instrumentos tradicionales que a través de una larga evolución llegaron a conformar –hacia mediados del siglo XVIII- la orquesta clásica europea, cuya práctica se fue extendiendo paulatinamente por todo el mundo hasta llegar a representar uno de los paradigmas de la cultura.
Nuestros primeros compositores profesionales –Aguirre, Williams, los hermanos Beruti, Felipe Boero y algunos otros- construyeron su obra sobre los cimientos de ritmos y melodías populares que, con más imaginación que certeza, consideraron “nativos”, propios de la llanura, la sierra o las quebradas norteñas de un territorio extenso y en gran parte deshabitado, aunque sucesivas oleadas inmigratorias iban acrecentando sus poblaciones urbanas. Es probable que una cierta filosofía que emanaba de las clases dirigentes inspirara a los intelectuales en su búsqueda de arquetipos de identificación nacional, que pudieran absorber la diversidad de razas y costumbres en un imaginario común. Es así que surgen personajes literarios como Juan Moreira, Martín Fierro y Don Segundo Sombra, descendientes –a través de la sangre ibérica- de lejanas épicas homéricas y a la vez representantes de un ideario socio-económico: el país agropecuario, exportador de carnes y cereales, que llegó a ser “granero del mundo” en la primera mitad del siglo. De manera que este “nacionalismo musical” fue bien distinto al que en Europa fuera la culminación de un siglo de diversificación romántica; también lo fue de la investigación asaz científica de compositores como Bartok y Kodaly, enfocada hacia el folklore de grupos étnicos bien consolidados y culturas centenarias, y motivada por la necesidad de ruptura de los moldes anquilosados de la armonía y el ritmo decimonónicos.
A este primer nacionalismo “ingenuo”–saturado de influencias francesas, españolas, germanas e italianas, como no podía ser de otra manera- siguió una segunda camada de compositores que fueron refinando sus materiales y sazonándolos con una razonable levadura de modernidad: Luis Gianneo, Gilardo Gilardi, Juan José Castro y otros que pertenecen a la generación del ´90 y son asociados en general con el llamado Grupo Renovación, que propugnaba una apertura hacia la música “nueva” –lo que en ese momento quería decir Strawinsky, Ravel, Bartok y Prokofiev, la politonalidad, el neoclasicismo y las rítmicas quebradas y percusivas-.
Un caso radical y aislado dentro de ese grupo de “renovadores” lo constituye Juan Carlos Paz, introductor en nuestro país de nuevas técnicas derivadas de la llamada segunda escuela de Viena, liderada por Arnold Schoenberg. Paz fue un compositor curioso e inquieto, un intelectual polémico amante de las controversias y un ácido crítico de la comodidad y el provincianismo de nuestro ambiente musical. Su producción musical refleja los cambios, discontinuidades y contradicciones estéticas que sacudieron Europa desde la primera a la segunda posguerra, desde la nueva objetividad y el neoclasicismo pasando por la dodecafonía ortodoxa y el serialismo integral hasta –para usar sus propias palabras-, el “retorno a la intuición”. Es posible que sus ensayos críticos sobrevivan a sus partituras, o viceversa, pero es indudable la contribución de Paz al desarrollo de la música de arte en nuestro país.
En la década del centenario de la Revolución de Mayo nacieron tres compositores que ejemplifican tendencias diversas dentro del panorama de la música clásica argentina. Carlos Guastavino cultivó casi exclusivamente la canción de cámara y las pequeñas formas para piano, dentro de un lenguaje sencillo e intimista, de clara raigambre popular. Su armonía es mucho más simple que la de Schumann –que había nacido 102 años antes-; sin embargo, sus canciones gozan de una innegable difusión y algunas (Se equivocó la paloma o Pueblito mi pueblo) son auténticos “best-sellers” en todo el mundo.
La obra de Alberto Ginastera también ha sido reconocida ampliamente, y por su maestría técnica, diversidad de géneros y profundidad de conceptos y realización se sostiene con dignidad en el panorama de la música internacional. Su producción abarca todos los géneros, partiendo en un principio de motivos nacionales y latinoamericanos para luego desembocar en un estilo más universal y siempre atento a los desarrollos de las técnicas de vanguardia. Sin embargo no incursionó en la electrónica ni en las grafías aleatorias que caracterizaron, en la década del ´60, las actividades del Instituto Di Tella, cuyo departamento de música presidió; por el contrario, se mantuvo hasta sus últimos trabajos fiel a las formas clásicas, como la sonata y el concierto, que cultivó con frecuencia.
La tercera “G” en esta terna está representada por Roberto García Morillo, el mayor de los tres y también el más longevo; su figura es algo peculiar, ya que prácticamente es el único compositor de su generación que no utilizó motivos, temática o materiales nativistas. Por el contrario, su inspiración abreva en las grandes obras de la literatura y la pintura universales; el lenguaje es sobrio y marcadamente personal, al punto que el oyente que ha escuchado alguna de sus obras reconoce de inmediato el estilo, distinguiéndolo entre muchos de sus coetáneos. García Morillo se desempeñó durante décadas como docente y crítico musical, ocupando varios cargos públicos, lo que no le restó energías para producir un catálogo importante de obras sinfónicas y de cámara, varias óperas, cantatas y ballets, muchas de las cuales aún no gozan de la difusión que sin duda merecen.
Entre tantos que emigraron durante las convulsiones que sacudieron Europa en las primeras décadas del siglo se cuentan varios compositores que adoptaron la ciudadanía argentina: Jacobo Ficher, Silvano Picchi, Guillermo Graetzer, Salvador Ranieri, Francisco Kröpfl.
Este último sucedió a su mentor Juan Carlos Paz en la dirección de la Agrupación Nueva Música, que durante décadas se ocupó de la difusión de las expresiones de vanguardia.
Alicia Terzián y Gerardo Gandini –ambos alumnos de Ginastera- han polarizado la escena musical desde los años ´70, la primera como directora de la Fundación Encuentros Internacionales de Música Contemporánea, el segundo como gestor de numerosos festivales y eventos. Un tercer discípulo, el marplatense Astor Piazzola, constituye otro fenómeno de popularidad: su personal versión del tango –que al principio fue rechazada unánimemente por académicos y tangueros- terminó por convertirse en carta de presentación ante el mundo, junto al mate, Maradona y el dulce de leche...
Un puñado de músicos argentinos se ha hecho un lugar en el mundo, el más conspicuo de los cuales es Mauricio Kagel, que estudió con Paz y desde hace más de cuarenta años reside en Alemania. Mario Davidowsky, Alcides Lanza, Roqué Alsina y algunos otros trabajan en universidades de Europa y Norteamérica; Lalo Schiffrin se ha hecho conocer por su música para cine y televisión.
Entre los compositores nacidos después de 1950 se agudizó este proceso de diáspora, abonado por los desarreglos políticos, sociales y económicos que signaron las últimas décadas. Parece ser que en algunos casos este exilio incide en el lenguaje musical, que a veces recae en un latinoamericanismo un poco exhibicionista que –curiosamente en épocas de globalización- termina adquiriendo un alto valor en el mercado de novedades. Otros compositores siguen, en alguna medida, las técnicas de composición basadas en el serialismo, la teoría de conjuntos, los fractales, la sección áurea, los espectros sonoros y otros recursos en boga en Francia e Italia, o experimentan con medios mixtos y programas de computación. Hay lugar también para el neo-romanticismo, la neo-tonalidad, los neo-arcaísmos y todas las fusiones posibles e imaginables entre los géneros y especies más diversas.
El panorama local es similar, donde conviven las tendencias más dispares en mutua autoexclusión e indiferencia recíproca. Parecería que ha pasado el tiempo de las polémicas ideológicas, de las escuelas y sus figuras consulares o revolucionarias. Los compositores se agrupan más por razones gremiales que estéticas; el público, que nunca ha sido numeroso para la música nueva, es prácticamente inexistente. La difusión de partituras y archivos sonoros a través de Internet está modificando aceleradamente las pautas de producción, edición y consumo de la música. En todo este torbellino informático no siempre es fácil distinguir al profesional de un nuevo tipo de aficionado, que dispone de las herramientas musicales más formidables de la historia y las utiliza con escalofriante torpeza.
De manera que el presente y el futuro inmediato de la música en nuestro medio distan de ser claros o previsibles. Pero esta situación,
¿no ha sido similar en otros tiempos y lugares? Acaso la percepción del gran arte no es siempre retrospectiva, y el momento presente no es siempre un confuso rompecabezas donde se yuxtaponen, como en el tango, el calefón y la Biblia, Carnera y San Martín?...
Sept.21, 2003
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